Fotografías 1.
Miles de cámaras fotográficas y de video retratan, recogen, coleccionan las vistas del lugar. Millones de versiones diferentes de una plaza, de sus construcciones, de su pavimento hollado por los mismos pies, año tras año. Reunirlas todas, las anteriores, las actuales, las posteriores, y ofrecer sobre el inmenso solar una visión calidoscópica y mareante, retazos del tiempo que se congregan y que son incapaces de aproximarse a una versión de los días. Se deberían prohibir o confiscar todas esas máquinas infernales y aconsejar a los ávidos el uso del cerebro individual, perfecta habitación oscura que atrapa los colores, los olores y los volúmenes, los insignificantes gestos y las palabras, el movimiento de las piernas, las sombras de las galerías, las gotas de sudor que trazan surcos sobre las caras. Tan personal e intransferible, no existe colección de instantáneas tan rica como la que cada uno conserva en su zona gris. Y alguien posa entre cientos de personas que posan y sonríen ante el majestuoso telón de fondo, con las palomas sobrevolando las manos y la vida en una pausa, con el corazón detenido y la respiración seccionada durante ese lapso durante el cual el fotógrafo, calculando, ejercita su equilibrio. Y me acerco y, bromeando, enfoco y tomo retratos de gentes que posan para sus amigos, para el auxiliar que dispara por requerimiento, gentes que regalan su figura a la cartulina que poseerán y que no se perturban cuando les apunto. El acoso paranoide del turista no da resultado. Nadie se alarma. Repetidas imágenes de uno mismo a lo largo de la vida, en los álbumes, no producen extrañeza. Las cámaras en medio de la plaza, amontonadas en la pira imprescindible. El fuego retratado. Sin quererlo formaré parte de millones de recuerdos fotográficos diseminados por el mundo, en Japón, en Suecia, en el norte, en los hogares de los afortunados turistas que conservan las imágenes como los trofeos de caza de estas partidas modernas. Al fondo del encuadre, a un lado, diminuto, el muchacho desconocido que paseaba por Venecia, tan inmóvil, se diría que va a comenzar a caminar independiente, mientras los protagonistas siguen impasibles en su postura centenaria. Veo la cara del observador, del propietario, tras el vidrio de aumento, ahora, repara en mí, un cruce, espero que se aperciba de mi grito de encarcelado, la lupa, los objetos que adornan la estancia, el aparador, qué país. Oscuridad cuando cierra las tapas de su álbum. Una pulsera, el brazo completo, el sombrero de paja de Italia, gafas de sol, rectitud, manos que explican, rostros desde el Palacio Ducal, los tirantes, dedos derramados, piernas desnudas de chiquillos en pantalones cortos, el cabezón en primer plano, carne con la piel en su sitio, cámaras fotográficas descansando entre los senos, así, así deberían permanecer siempre, entre la muchedumbre inane. Los campos focales de todas las máquinas dibujan una nueva realidad bastarda, en el solar descrito, bajo el sol. Rayos luminosos, armas que se disparan prolijamente. Ladrones de momentos, terroristas que atacan sin reparar en las víctimas que pasan por el lugar del atentado. Sensación de que, cuando camino por detrás de los que posan, y esto ocurre segundo a segundo, las máquinas me absorben, me succionan, me secuestran y me retienen en el negativo, en la cartulina, detrás del plástico, encerrado en el libro, entre otros libros, en los estantes de un armario clausurado, en el edificio de viviendas de un país ignoto.